Aguas de oro, como las describe Juan Ramón Jiménez, reflejo onírico de una realidad que no termina en los estrechos márgenes del cuerpo, sino que se dilata, con una acuosidad de esperanza, en los extensos –e imaginados- cauces del alma, allá donde discurre ufana y libertina, trascendiendo el tiempo, el decrepitar de la forma, el cuerpo azotado y humillado por arrugas y achaques.