Afleveringen
-
Ellos insisten en que estás vivo porque los enceguece
el miedo. Ellos repiten y repiten que vas aparecer
cualquier día de éstos pero cuando callan los rasga
el miedo. Ellos se atreven a argumentar que lo más
probable es que te hayas ido con otra mujer pero los
desmiente su propio miedo. Reprueban que busque
tu cadáver y es miedo. Ellos no quieren fotografías
ni que sus nombres se publiquen y yo los entiendo
porque tienen miedo.
Y yo no los entiendo porque necesito saber dónde
estás.
Ellos dicen que sin cuerpo no hay delito. Yo les digo
que sin cuerpo no hay remanso, no hay paz posible
para este corazón.
Para ninguno. -
Qué útil será el luto cuando se vuelva perenne
La Vida Bohème
cuando nos ahorremos separar las prendas
la angustia de la úlcera
el permiso para adentrarnos en el silencio
cuando nos decidamos por un renacuajo
que se parezca a nosotros
(pero sin haber perdido nada todavía)
cuando admitamos la morbosidad de vernos huérfanos
cómo se escuchará ese lamento de MADRE
quizás tenga hipos de memoria
o se le olvide hablar
qué fecundos los niños soldados
no pueden decir turpial ni bandera de piojos ni qué de pinga
estas violencias
en las que no sabemos reconocernos
mientras crece el cementerio del este
yo escucho el rumor de los hombres
cuando le tuercen el cuello al cisne
cuando ya es muy tarde y dicen
dame una muerte que pueda izar en el aire -
Zijn er afleveringen die ontbreken?
-
Buenas tardes.
Buenas tardes,
señoras y señores pasajeros.
Sé que esto es molesto y aburrido,
e incluso sabemos
que en el Metro
estas cosas no se permiten.
Pero son escasas
mis alternativas.
No soy un delincuente
aunque mis harapos confiesen
lo contrario.
He venido desde mi pago
hasta esta ciudad de hachas
y cuchillos en el aire,
a entregarles lo único
que ya puedo ofrecer.
Soy sobreviviente
de la última guerra
y aún conservo en mi cuerpo
los fragmentos de misiles
que me abatieron desde el cielo.
Por respeto a sus incendios cotidianos
no les haré mirar mi tierna herida
en el costado.
Quiero ofrecerles
un mendrugo
de lo que aún poseo.
Soy su guardián
mientras pasa esta tormenta.
En cada uno de estos legajos
encontrarán unas palabras.
Son unos breves poemas
que ustedes leerán
sin costo alguno.
Los he escrito con la emoción
de que ya nada podrá protegernos.
Sólo espero
una limosna
desde su corazón.
Desde su corazón, repito.
No aspiro a ninguna
recompensa material.
Si no los leen, en verdad
no importa.
Este es mi trabajo,
mi blanca cosecha de maíz,
mi hambre y mi alimento.
Me ha sido dado
recoger estas botellas en el mar
y lanzarlas de nuevo
para que encuentren otra playa.
Llevo la cruz de mis heridas
hasta donde me alcance una dignidad
que no aspira a recompensas.
En la próxima estación
me bajaré
y terminará esta molestia.
Cambiaré de vagón
y así el resto del día.
Gracias a todos por sus atenciones,
y hasta luego. -
Para todos los que sienten que no están al mando
Me habría gustado ser discípula de Ícaro.
Hubiera sido hermoso festejar
las bodas de Calixto y Melibea.
Me habría gustado ser
un hitita ante la reina Nefertari
el joven Werther en Río de Janeiro
la deslumbrante dama sevillana
por la que Don José rechazó a Carmen.
Yo quisiera haber sido el huerto del poeta
con su verde árbol y su pozo blanco
el inspector fiscal
con el que conversara Maiakovski.
Me habría gustado amarte. Te lo juro.
Sólo que muchas veces la voluntad no basta. -
Todas las divisiones son mentira
salvo la que divide los cuerpos en dos
grupos incomprensibles entre sí.
Aquellos que se han roto y los que no.
Los rotos no pedimos demasiado:
que se nos quiera, sí,
que los que no han vivido la fractura
tengan paciencia
si mascullamos viendo las noticias
o hacemos el amor
con un poco de miedo.
Entenderás, entonces, ciertas cosas.
Por qué en casa las tazas no se tiran
y por qué a veces quiero
estar solo después de que suene un portazo.
Los ritos de los rotos, amor mío.
Ademanes que espero que no comprendas nunca. -
La familia entera sufría.
Mi mujer, yo mismo, los dos niños, y la perra
cuyos cachorros nacieron muertos.
Nuestros asuntos, como siempre, iban mal.
A mi mujer la dejó su amante,
el profesor de música manco que era
su único contacto con el mundo exterior.
Mi propia novia dijo que no podía aguantar
más, y volvió con su marido.
El agua estaba cortada.
Todo aquel verano la casa se cocía.
Los ciruelos se habían secado.
Nuestro arriate de flores estaba pisoteado.
Al coche se le estropearon los frenos, y la batería
fallaba. Los vecinos dejaron de hablarnos
y nos cerraron la puerta en las narices.
Los de las tiendas nos devolvían los cheques
y luego dejaron de traernos el correo.
Sólo el sheriff pasaba
de vez en cuando- con uno u otro
de nuestros hijos en el asiento de atrás,
rogando que no los dejásemos solos.
Y luego a la casa entraron ratones a miles.
Seguidos por una serpiente cornuda. Mi mujer
se la encontró tomando el sol en el cuarto de estar
junto al televisor estropeado. Lo que hizo con ella
es otra cuestión. Le cortó la cabeza
allí mismo en el suelo.
Y luego la cortó en dos cuando siguió
retorciéndose. Vimos que no podríamos resistir
más. Estábamos hundidos.
Queríamos ponernos de rodillas
y decir perdónanos nuestros pecados, perdónanos
la vida. Pero era demasiado tarde.
Demasiado tarde. Nadie querría escuchar.
Tuvimos que ver cómo se venía abajo la casa,
el suelo se abría en dos, y luego
nos dispersamos en las cuatro direcciones. -
El señor aseguró con un mecate los tubos oxidados de la batea.
Mientras subimos el cerro en la pickup, se va revelando el volcán.
La nieve se le está cayendo a trozos.
Lo derretido deja huecos en los costados y se ve moteado el contorno.
Vamos con la esperanza de tocar un último pomo de nieve.
Las puntas de los dedos se sienten como si un ave de carroña
picoteara cada una al mismo tiempo.
La conversación se va acabando porque todas quieren taparse la boca.
Hace tanto aire que las cejas empiezan a fruncirse
los cuerpos tratan de encogerse y no pueden,
la camioneta es vieja y hay que agarrarse con fuerza.
La angustia de este clima extraordinario en sus rostros
me indica que fue buena idea venir con mis amigas a este lugar. -
Tuviste miedo
de pasear con el vidrio bajo.
Tienes miedo
de ver tanta basura.
Tendrás miedo
de contar las ojeras en los pasillos.
Escuchaste
tu música en inglés,
y piensas
sobre la sirena
que altera tu simulacro de calma.
Voltearás y verás
otra cicatriz,
no de los descosidos bordes
de esta tela ahuecada
que llevamos puesta como ciudad
sino de esta gente
ajena
que no quieres ver.
Huiste, otra vez,
a tu burbuja portátil
de música grunge. -
El primer suicidio es único.
Siempre te preguntan si fue un accidente
o un firme propósito de morir.
Te pasan un tubo por la nariz,
con fuerza,
para que duela
y aprendas a no perturbar al prójimo.
Cuando comienzas a explicar que
la-muerte-en realidad-te-parecía-la-única-salida
o que lo haces
para-joder-a-tu-marido-y-a-tu-familia,
ya te han dado la espalda
y están mirando el tubo transparente
por el que desfila tu última cena.
Apuestan si son fideos o arroz chino.
El médico de guardia se muestra intransigente:
es zanahoria rallada.
Asco, dice la enfermera bembona.
Me despacharon furiosos,
porque ninguno ganó la apuesta.
El suero bajó aprisa
y en diez minutos,
ya estaba de vuelta a casa.
No hubo espacio donde llorar,
ni tiempo para sentir frío y temor.
La gente no se ocupa de la muerte por exceso de amor.
Cosas de niños,
dicen,
como si los niños se suicidaran a diario.
Busqué a Hammett en la página precisa:
nunca diré una palabra sobre tu vida
en ningún libro,
si puedo evitarlo. -
Ansío
espero
desde hace mucho ya
una llamada
que me diga
que mi Mario se murió
«Lo encontraron…
… es una pena…
… tan joven…
… puede identificarlo?»
Pero no llega
Hay algo en el cruel destino
que me roba de ello
De con júbilo
ver el pesar en mi rostro
de encontrar las miradas hondas en la mesa de la abuela
y de alegres exclamar lo tristes que nos sentimos
ya que Mario no está
Por eso pido que suceda
(yo le ayudo)
pero distinto al tato de Gaby
Mario no pide manteca
ni da indicio alguno
de querer morirse de una puta vez
Sin embargo duermo tranquilo
Sé que Mario se muere
y que en su partida no habrá
gloria ni heroísmo
Será un hecho sencillo
perdido en los anales de la historia
nadie escribirá sobre ello
y los niños jugarán
tranquilos
en el parque
y en la Cota 905
acribillarán a una lacra por sapo
Mario sólo dejará
una casa sucia
mi mano de madre triste
y un olor como de mierda con naranja
Porque Mario se muere
como yo
(como todos)
se va oxidando
se va pudriendo por dentro
Le supura el rostro hacia adentro
con todo lo dicho
y le nada tras los ojos
(amarillos)
masa viscosa
y fría
Y mientras sujeto la mano
gorda y amarilla
de Mario
y la aprieto mientras me mira
con ese odio hueco y vacío
miro ansioso
el teléfono
esperando que suene
que repique
y que una voz del otro lado
me diga
me grite
que mi Mario se murió -
Tenemos cuarenta años y un trabajo que odiamos
que nos hace pagar las facturas,
llegar a fin de mes,
tener eso que llaman dignidad
y que se siente igual que la tristeza.
Tenemos un trabajo y un piso en la playa,
pero ante el mar soñamos
un milagro:
nuestra ropa en la arena como entonces
y quedarnos así a la intemperie, uno
enfrente del otro,
con toda la extrañeza de los cuerpos desnudos,
con esta luz precaria,
con un amor que existe y no nos basta.
Tenemos cuarenta años y dos hijos que corren,
que gritan y que lloran
porque la arena está demasiado caliente,
porque nosotros discutimos,
porque no hay nada aquí que nos divierta.
Tenemos casa, hijos y demasiado miedo
a la muerte, a los contratos temporales,
como la gente normal, miedos
de gente feliz, miedos felices,
como este insomnio dulce de los días
antiguos o esta nostalgia común
y rutinaria.
Tenemos cuarenta años y un país que no nos nombra,
no cogemos aviones
porque hemos olvidado
cómo decir te quiero en otras lenguas,
la violencia del viaje,
cómo dormir tranquilos en hoteles lejanos
donde nadie nos llama por las noches.
Tenemos cuarenta años y una vida feliz
feliz sin contratiempos,
una vida segura,
equilibrada.
Pero después del amor, de la rutina,
la propiedad privada y el verano,
la realidad regresa
inconformista. -
Los blandos se queman por dentro
muerden sus labios
viven de emociones
de noche sueñan que otros blandos existen
los más experimentados se disfrazan
siempre
pero su máscara no los habita
un blando sin su máscara
es una cena perfecta
los blandos llevan los labios húmedos
cuerpos incendiarios
besos que suman a la vida
años en cada recuerdo
los blandos se castigan ellos mismos
para evitar que el resto duela
son más ridículos con la ropa puesta
ellos saben que la ropa es ridícula
y todo el mundo sabe que algo les duele
leen libros duros
y cuando cierran los ojos no encuentran
noche
los blandos tiran piedras
queman cauchos dentro de sus ojos
y agotan sus tímpanos
intentando escuchar el amor. -
Sé del mar reventando contra un muro
cómo me asusta cuando levanta demasiado su oleaje
cuando enfría sus aguas y es imposible.
Sé de gente buena acodada en puentes
contemplo sus miradas cristalinas y la mía se envidria
me siguen enfermando mis ojos litorales
mis costas.
He visto desde un balcón
un río que divide tres países
abrí ya muchas veces mi puerta para saludar desconocidos
ya estiré una nueva lengua
ya me senté lo más al norte posible
ya estuve en la última calle de un país
ya fui todo lo insular que pude
ya he puesto toda mi fe en un viaje
ya he querido volver y abrazar
corro tras un nuevo paisaje que se alborote en mis ojos
vivo huyendo de este lugar que soy
pero el desarraigo no me cura
no me cura. -
Parece un domingo, todo está cerrado
y conversamos
para escuchar que estamos vivos.
Las conversaciones sobre Dios,
sobre el yogurt con aceitunas
y los dolores en la espalda
encerrados en la casa.
María Fernanda me mira y sonríe
con sus labios incurables por la diabetes
y el miedo a las manchas en las piernas.
Olvidamos a Dios y la parcialidad de sus ojos
la primera vez que conversamos sobre la gangrena.
«La insulina llegó ayer de Colombia». Así volvimos al lenguaje.
La frase palabrea como el sonido de una sílaba
y la pierna hormiguea como la mordida de un león.
Las conversaciones son el futuro
porque el mundo está en otra parte.
Las manchas desaparecen con el ungüento
de las farmacias en los mapas
porque aquí no pasa el día
y todo es una espera, un caballo, una encomienda.
Hoy tampoco llegan los barcos de Indonesia.
Conversar con María Fernanda es un día
con los pies sobre la tierra
y Dios sabe a yogurt en las conversaciones
sobre la gangrena. -
Nota de autor: leer este poema en presente simple del indicativo
ahora es tan doloroso que espanta
mi abuela toma flores y recetas de homeopatía que probablemente
le curen la demencia senil le devuelvan la vida, hace una dieta
estricta, su homeópata –debe ser un artista–
se ha montado un gran negocio
como un liquen adherido a sus escamas: vive de ella
mi abuela vive de hacer que recuerda
es mi persona favorita a veces sin quererlo
mientras leo a Herta Müller mascullo su nombre. -
Que cada palabra lleve lo que dice.
Que se a como el temblor que la sostiene.
Que se mantenga como un latido.
No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni
añadir brillos a lo que es.
Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir la verdad.
Seamos reales.
Quiero exactitudes aterradoras.
Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis
palabras. Me poseen tanto como yo a ellas.
Si no veo bien, dime tú, tú que me conoces, mi mentira, señálame
la impostura, restrégame la estafa. Te lo agradeceré, en serio.
Enloquezco por corresponderme.
Sé mi ojo, espérame en la noche y divísame, escrútame, sacúdeme. -
La fiesta se apagó temprano.
Fui por hielo y al volver
todos habían desaparecido.
Los vasos a medio tomar
apenas estaban fríos.
La música sonaba distante.
Nunca supe dónde,
pero sonaba.
La podía escuchar
junto a las voces de mis amigos.
¿Pedro, qué te hiciste?
Un cartel al fondo
prohibía las despedidas.
El hielo se hizo agua
y nadie llegó.
Yo sabía que estaban escondidos.
¿Eduardo, dónde te has metido?
De niños correteábamos sin que nos vieran
y, por ser tímidos, en las fiestas
nos resguardábamos del bullicio.
¿Qué hubo cambiado
desde entonces?
Ya saldrán,
no me afanaré en buscarlos,
ni debajo de las camas,
ni en los húmedos rincones
donde jugábamos con las hormigas.
Federico, de ti no he sabido.
Ya volverán.
La música sigue a lo lejos,
allá, allá va, callada, casi, pero aún suena.
Tal vez, escuchándola,
se perdieron o quedaron dormidos.
Pronto vendrán.
Entretanto, no hurgaré,
no descubriré sus escondites.
Los dejaré tranquilos.
Nadie dirá adiós.
Ya vengo, volveré con más hielo,
prepararé sus bebidas. -
No es algo malo su muerte.
Ni bueno, ni malo.
Queda fuera del mundo moral.
Cuando las enfermeras vacían la bolsa del catéter
y vierten el fluido ámbar y pálido
en una taza para medir, no hacen
algo bueno ni malo: es sólo
su cuerpo. Incluso cuando el dolor
crispa su rostro, su boca
cuando hace un chasquido,
su quijada al contraerse,
no son malos, no hay alguien haciéndoselo,
no hay culpa, ni vergüenza:
sólo placer o dolor. Es el mismo reino
del sexo, de los impulsos nerviosos,
un reino sin iglesia, en él lo besamos,
en él acariciamos su cabello pringoso,
su mujer y yo,
una a cada lado, secando restos
de saliva en sus labios blancuzcos.
Su cuerpo nos siente atenderlo
fuera del mundo de la moral,
como si le hiciéramos el amor en un bosque,
escuchando desde una pradera remota
los cánticos distantes de una asamblea:
gotas más pequeñas que las más pequeñas gotas de rocío
cubren su cuerpo cuando nos inclinamos a tocarlo. -
Con sus caras de perro
y sus brazos de serpientes
me perseguían en las sombras.
Allí ululaban como un viento maligno.
Un ruido aciago
con furor penetraba en mis oídos
y atrozmente me torturaba.
Se enardecían mis terrores atávicos.
La cabeza me empezaba a dar vueltas
perdida en el espacio,
giraba sin control
aturdida por aquellas bestias de tinieblas.
Dentro de mí
me confinaban en una tierra desolada. -
Cuando dices «adiós» no escucho una palabra,
veo un muñón macerado
largamente,
hasta humillar
en cartílagos los huesos.
Siento un dolor escondido
y perdido en el aire
como el de un brazo o una pierna
que de pronto ya no está,
pero insiste en su cosquilleo.
No, no escucho una palabra
ni me hallo en un lugar gentil,
dispuesto para aliviar tronchaduras.
Me arrastro hacia el descampado.
Cuando dices «adiós»,
una abrupta amargura toma mi garganta
y me impide gritar
mientras me veo en las pupilas de los ahogados.
Entonces, solo entonces,
como si un pelotón acorazado
hubiese aplacado la insurrección de mis sentidos,
me entrego a la derrota y vuelve la calma.
Solo entonces escucho tu amable renuncia.